Es curiosamente trágico que, en el momento histórico cumbre de los medios de comunicación de masas, los dibujantes deban continuar siendo los moralistas satíricos de la sociedad, como si de cincuenta o cien años atrás se tratara. Y efectivamente es así: el avance técnico ha superado la evolución político-sociológica y se produce mucho más de lo que se gana, se vota mucho más de lo que se opina. Exagerando un poco, sólo un poco, podríamos decir que lo que ha aumentado el bienestar no es la marcha ascendente, sino la avidez capitalista de nuevos mercados consumidores: sí, la sociedad es de consumo.
Cesc lucha, lápiz en mano, contra esta sociedad y contra la presión capitalista y política que la organiza y se beneficia de ella. Mirar sus dibujos nos da muchísima más información sobre la realidad que nos rodea de la que, caso de abrirla, hallamos en la televisión. Cuando Goebbels hablaba de las dificultades en que se veía para combatir los chistes que circulaban de boca en boca contra el régimen nazi, era por la sencilla razón de que el enlace de ironía y verdad tiene una eficacia que supera ampliamente la de la información unilateral.
En la caricatura, en el garabato, hay algo esencial que, si bien contemporáneamente puede quedar no muy claro, históricamente cobra una evidencia enorme. Si tomamos la prensa española que va de 1860 a 1936, si la tomamos hoy, los dibujos y los chistes nos dicen mucho más sobre la época que los textos, que se nos presentan casi ilegibles a causa de retóricas trasnochadas y de detalles circunstanciales. ¿No escribió Valle Inclán la trilogía de El ruedo ibérico basándose en las revistas humorísticas que se publicaban más o menos cuando la Revolución de Septiembre de 1868? Y las caricaturas de Nonell ¿no reflejan todo un aspecto de tacañería, de petulancia y chabacanería en la ascendente burguesía catalana que, en cambio, les pasó inadvertido tanto a los noucentistes como a Prat de la Riba?
Por otra parte, el moralismo de Cesc no procede de la transcripción directa de la realidad --directa-deformada, quiero decir-, sino que, cada vez más, sus muñecos explican lo que quieren decir a través de la hipérbole del distanciamiento. Una hipérbole, eso sí, de signo muy concreto: la pobreza como elemento de contraste. Cesc podría dibujar una playa exuberante de gentes bien alimentadas para criticar la alienación del consumo. Pero no: siempre dibuja un mendigo, un obrero de la más baja calificación profesional, como máximo, un flaco chupatintas. La realidad, hace quince, veinte años, era la de estos personajes. La de hoy, es la de la corbata, el coche utilitario, la playa. Entonces, Cesc acudía al realismo para trazar el mendigo o el obrero maltrecho. Ahora, en cambio, el uso de estos arquetipos -que no son tampoco los que hacía antes: en su obra hay un acusado proceso de estilización expresionista- nos remite inmediatamente a una idea, a una concepción moral de la sociedad, expresada, además, con un toque de poesía melancólica.
Ello es más evidente aún en los dibujos de Cesc -y en los óleos que ha hecho y que proyecta seguir haciendo- aparte los chistes para periódico: son «dibujos». Dibujos en sí mismos, arte de la línea y el color, donde no hay título ni leyenda así como tampoco casi ninguna pista argumental. Son caras, figuras concretas o difuminadas. En su última exposición, para explicar al público que se trataba de personas cndogaladas, marginadas por sociedades y políticas extorsionadoras, Cesc tuvo que acudir a la proyección de dibujos mezclados con imágenes fotográficas del mundo actual.
Aquí, el estilo de Cesc -que va en la actualidad desde el grito de la línea hasta la brumosidad sofocante- ha adquirido una cualidad, una matización de raíz abstracta, auténticamente alta. El camino del dibujante, en los últimos diez años, va como de la noche al día. Y la explicación, o una parte de ella, me parece que radica en su preferencia por la plástica que va muy por encima del concepto intelectual. Cesc dice cosas -o más todavía: no se le puede concebir sin su trasfondo ideológico-, pero quien las dice es la configuración del muñeco, no el texto que figura al pie. La sencillez plástica de Cesc es un impacto limpio, sutil, penetrante.
Volviendo al asunto de la poesía, se ha dicho a veces que los personajes de Cesc eran desvalidos, pesimistas. Es decir, que no tenían fuerza de reactivo. Y no lo creo, porque si dejamos de lado el factor de moralismo por distanciación de que hablábamos, hay la evidencia del hecho de que, si bien los personajes que nos presenta son débiles, pobres, estos factores no los aplastan, no los hunden; flota siempre una especie de nervio inquebrantable, como ingenuo, que margina y preserva a los personajes y permite que -haciendo un esfuerzo de imaginación no excesivamente utópico- podamos pensar que quedan en espera de un amanecer que será el suyo. Más que pesimismo, tienen una azorada decepción.
Si llegan a poseer el cielo, no será por pobres de espíritu. Pero con esto ya pasaríamos a hablar de otro Cesc, el de mañana. Y estas notas son sobre el del presente...